lunes, 19 de enero de 2015

Los domingos son días para morir II

No tengo ganas de llorar. Es de madrugada. Tengo la expresión rígida. Hoy no me dejo doler. Me cansé de dolerme. Me cansaron todos: vos con tu vida sin gracia, vos con tus noches vacías, vos con tus ganas de coger.

Sí me duelo con vos, con tu vida de mierda, tus ansias de libertad. Por los cachetazos que te dio la existencia, así tan dura, de frente y tantas veces. Quisiera salvarte y no puedo.
Me acuerdo de nosotros. Chuponeábamos dos horas por día al salir del liceo en el pasaje de las viviendas de Asilo. A las 20hs tomaba el 300, el 110 o el 106 y vos ibas caminando hasta la Unión. Estábamos enamorados. Nunca pudimos coger. O sí, pero a medias, en 3º, en el cumpleaños de 15 de Andrea. A la intemperie, entre los árboles. No encontraba mi sandalia y vos reías. Estábamos borrachos, fue un desastre, no cuenta. Y nunca vamos a coger. No porque seamos amigos sino porque algo nos dice que conservemos a ese amor inocente, intacto.

Me escapé. En el ómnibus me crucé con Cristian. Me dice que está duro y que odia cruzarse con gente cuando está así. Pienso que yo hace dos horas lo nombré, a él que lo nombro nunca, a él que no lo veo jamás. Hoy te cité –le digo -dije esa frase que me dijiste una vez y no olvidé: “a mí me gustan los tonos de voz, las voces hablan de las personas”. Quedó asombrado, mirándome. Dijo ya no creer las mismas cosas que antes pero que eso de las voces, era cierto.
Lo saludé y me bajé.

Me fugué cuando nadie estaba mirando. Cuando alguno metía una bola de pool y otro reía y otro estaba en el baño. Me fui. Sentí a todos mentir, mentirse. Todos traidores. Cada uno pensando en cada uno.  
Como yo, que ahora pienso en mí y otra vez dejo de confiar.
Tengo ganas de llorar.

miércoles, 14 de enero de 2015

¿Por qué no leo la última carta que le hizo Pizarnik a Ostrov?

Necesito 
palabras 
paracaídas 
colchón 
de 

letras
plumas 
que 
me 
sostenga
cuando
caiga 
desde 
mi 
edificio 
tristeza.

sábado, 10 de enero de 2015

Aromas del Dakar

En Lugo, trabajé en un restaurante como ayudante de cocina. Trabajar fue la modalidad práctica de un curso en el cual fui becada. A cada uno de los alumnos, se le asignó un lugar para la práctica. Éramos catorce y nos distribuyeron en diferentes lugares: hoteles, restaurantes y cocinas gourmet; así como parrilladas, cantinas y bares.  

A mí se me otorgó: “Aromas del Dakar” con horario cortado: de 10 a 14 y de 17 a 21.
Hubo los que se contentaron con lo que les tocó y los que se quejaron. El nombre del restaurante me había gustado y a mí tanto me daba un lugar como otro. Lo mío no era la cocina, yo fui a esa beca porque era gratis. Si hubiese sido de mecánica, hubiese ido igual.

Entraba la primavera. Primer día de trabajo. Como todo primer día, te sentís algo nerviosa. El lugar quedaba más o menos a quince cuadras de donde yo vivía, así que fui caminando. Me acuerdo que en ese momento estaba obsesionada con Portishead e iba con los auriculares a todo volumen, cantando por las calles, como una loca. 

Llego. El lugar ocupaba una esquina. Entro, y tímida, me presento. El tipo que estaba atendiendo la barra, se enseña como el encargado, me da ropa y pide que vaya a cambiarme para empezar. En la cocina había una señora de tez blanca, rubia y petisa. La saludo simpática. Por las puertas vaqueras entra el encargado:

-Aquí falamos galego -me dice

- Eu falo -mentí riendo

El no rió y entre ellos empezaron a hablar en gallego. Yo, claramente, no entendía nada.
Desde el primer día que trabajé en ese lugar, las horas no pasaban, el reloj parecía correr al revés. Me usaban de lavandín, todo el puto día ahí, en esa bacha, lavando cosas. Nunca había lavado tantas cosas en mi vida. Además, los mozos me tiraban todo arriba y cuando pensaba que había terminado, ¡puf!, otra horda de vajilla. Yo pensaba: ¿cuándo mierda voy a aprender a cocinar? Porque a eso vine, a aprender, ¿no?
Iban pasando los días y lo único que hacía era lavar platos, limpiar pisos, cortar pimientos y pelar tanques y tanques de papas. En todo el tiempo que trabajé, sólo una vez cociné tortilla española y pulpo a la gallega.

La otra ayudante de cocina era una dominicana de Santo Domingo. Morocha, corpulenta. Pensé que íbamos a confraternizar por ser las dos latinas, pero no. Era una lacra y se la pasaba todo el día diciendo ordinarieces, imbecilidades sexuales que me producían arcadas. Incluso un día, mostró las tetas frente a todos, mientras se cargaba al mozo. (No tengo problemas con que alguien muestre las tetas pero ella me daba vergüenza ajena). ¡Qué mujer que me generaba repulsión! La odiaba. La odiaba a ella, a la gallega, al encargado y al mozo, un colombiano. Odiaba a todos profundamente... menos a Julita, la moza de la mañana. Ella era distinta y estaba de mi lado. Era tan dulce que cuando yo llegaba por la mañana, me preguntaba qué quería desayunar y me hacía unos cafés con leche enormes con crema doble o leche condensada acompañados de medialunas calientes. Hermosos desayunos que la hija de puta de la gallega, me obliga a tragar, porque "había cosas para hacer".

A la gorda la quería matar. A todos los quería matar. A veces miraba los cuchillos y como saliéndome de la realidad, me imaginaba acuchillando a la gorda y a la gallega. Unas buenas puñaladas y que murieran desangradas en el piso. Me faltó poco. A veces sentía tanta rabia que me iba al baño a llorar. Lo que más bronca me daba era que, yo no era una inexperiente, yo trabajaba desde los 18 años y nunca me habían tratado así. Había sabido tener trabajos de mierda con gente de mierda... pero ahí, era demasiado.
La gallega me hacía picar a toda velocidad, me decía – ¡venga, venga, más rápido, más rápido!- y yo me cortaba todos los dedos porque no era una chef. Una de las tantas veces que me corté, me corté dedo y uña, bien profundo, bien en el medio.

No me acuerdo de los nombres de ninguno de ellos, sólo de Julita. El mozo colombiano me tiraba mala onda hasta que un día nos caímos bien y de ahí en más, comenzó con unos juegos de seducción rarísimos. Me arrinconaba cuando me estaba cambiando o cuando pasaba por la cocina, me desataba el delantal. Una vez en el depósito, me agarró y me quiso chuponear. Lo saqué. Me dijo que no sabía lo que me perdía, que los colombianos eran los mejores haciendo el amor. ¿Hacer el amor? Le dije que mejor le hiciera el amor a su mujer, (esa rubia que lo venía a buscar todas las noches con su hijo en un cochecito) que me tenían sin cuidado sus dotes sexuales. (No fue mi idea ponerme moralista pero fue lo que me salió. Quise decirle algo que le molestara y fue lo que se me ocurrió en el momento).

Una noche, el encargado me pidió que me quedara. Cuando cerrábamos, yo me quedaba limpiando los pisos. Y esa noche, me dijo que tomara lo que quisiera. A esa altura, nuestra relación ya estaba suavizada, no éramos enemigos. Incluso a veces, me defendía. Nos habíamos tomado algo de cariño. Tomé anís con coñac y después cerveza. El calor me subió a las mejillas. Nos sentamos en la barra y él no paraba de hablar. Tenía treinta años y hablaba como si tuviese ochenta. Yo, por dentro, nos imaginaba cogiendo arriba de la mesa, los vidrios del restaurante a la vista, la gente en la calle mirándonos. Tomando todo lo que quisiéramos. Revolcarnos desnudos por el piso. Acariciarnos en la penumbra. Lo imaginaba a él, corriéndome el mechón de pelo que cubriera mi ojo, pegoteado de sudor. Me dejaba intrigar con cómo sería, idealizando todo lo que no sabía de él. Pero sólo fantaseaba, él no me gustaba, lo hacía de curiosa. Lo hacía porque su charla era aburrida, triste. Lo hacía para no escuchar.
El centro de su vida, era su hija. Él estaba con la madre, a pesar de no quererla, sólo porque creía que era lo mejor para la niña. Además de trabajar más de 12hr, por el mismo motivo.
Abría y cerraba el restaurante todos los días. Su historia de vida era apenada. Los años se habían portado duro con él. Surgió la nostalgia y sacó fotos de su billetera. Eran fotos de cuando era joven. De cuando vivía en Barcelona y curtió la joda, los amores, las drogas.  Fotos de cuando era feliz.

Esa noche me fui borracha, melancólica. Podría decir que me fui triste, cargando una pena. Me fui sin cantar, mirando las callecitas angostas, los adoquines. La inmensidad de aquella muralla romana bajo la oscuridad desolada.

En el camino, me crucé con uno de esos africanos que venden CDs. Juntos caminamos varias cuadras, charlando sobre Kenia y la vida en ese lugar. Hablamos sobre lo duro de emigrar y de ser inmigrante. De pasar a otra cultura y adaptarse. Hasta que en un momento, de la nada, me quiso dar un beso. Le dije que no y quedamos en silencio. Cuadras después, se fue.

Esa noche fue rara.

viernes, 2 de enero de 2015

La elegancia que pierden mis amigos cuando toman cocaína

Entró suavemente, pidiendo permiso a las rutinas asegurándoles que no las íba a molestar, prometiendo intensidad pero sin quebrar los delicados hilos que unen las tareas, sentimientos y vínculos.
Así empezaron tomando un gramito cada dos o tres días, o el de fin de semana y después fueron un par de saques muchas veces por día.
Los baños promiscuos del cuerpo, donde antes se franeleaba o se sobaba ahora son promiscuos sólo de nariz y las fiesta suceden alrededor de la mesa donde el puntero lo está picando.
Las gatitas ya no te miran a los ojos para embrujarte el alma, sino que observan ansiosamente tus manos que salen del bolsillo. No te guiñan el ojo, te hacen una seña con la nariz.
El empezó tomando para trabajar más o mejor, para ser más eficaz o más creativo y hoy sólo trabaja para tomar.
En el recital, casi  ni escucha a la banda ni le mira el culo a las nenas, busca un diler que no se la corte demasiado.
No llama al amigo para ver cómo está, sino para ver si sabe de algo. Se pone a hablar como un epiléptico, como un tarado. Se chorrea la anécdota y te llena las orejas de esa basura sin música. Y al otro día otra vez, y al día siguiente lo mismo. Fisurado, se queda cuando debe irse, y no mantiene su olor a tigre. 
No hay música, ni fiesta, ni sexo, ni amor, hay esa horrible sensación de que el pelpa se está acabando. (Maldición, qué hermoso día). Algún plan debe haber, alguna siniestra combinación entre traficantes, movimientos de las estrellas, policías e intenciones que avanzan desde el futuro para que esa deliciosa peste se haya apoderado de tu nariz. Ni por moral, ni por miedo, ni por salud. Por pura elegancia, dejaremos de visitar el restaurant inca. Ya sabés, no llamés para invitarme.
                                                               
Julián Meyer
Cerdos & Peces  Nº 46· 1992

jueves, 1 de enero de 2015

Mis palabras

Huelen triste
mis palabras
como basura
desperdigada
carne putrefacta
en una vía de tren.
Perdí las imágenes
¿cómo pude?
Cómo olvidé
las caracolas bailando
mis pétalos sumergidos
en vinagre de sangre
o tus labios de cristal
astillados por el tiempo.
No olvidé
tus ronquidos espaciales
ni la espuma
de tus besos
desvanecida
entre mis manos.