viernes, 28 de marzo de 2014

La chica del pelo verde

Era una mañana helada… Esta sería la manera en la cual debería empezar esta historia, y no por donde voy a empezarla. Las historias no deberían estar precedidas de una aclaración. Al menos eso es lo que yo pienso, lo que digo siempre. Pero esa regla no me importa demasiado ahora, y menos tratándose de una historia verdadera, de algo que me pasó tal y cual voy a contarlo, y que me dejó el recuerdo imborrable y fugaz de la chica del pelo verde.
Yo tenía menos de veintiún años y por ese entonces, en Argentina, eso significaba ser menor. Yo no era nada menor, hacía mucho tiempo ya que había entendido que la juventud es una palabra que quiere decir cualquier cosa menos tener una edad determinada, y que a los hijos de familias pobres no nos estaba reservada ninguna juventud, apenas una infancia más o menos normal, los que tuvimos suerte (yo la tuve, a pesar de todo), y a la mayoría (a más de la mitad de mis amigos) ni siquiera eso. Pero viene a cuento esto de que era menor porque por eso me tomaron en un trabajo que a los mayores de edad no les convenía. Yo era mensajero en bicicleta de tres boliches bailables. Mensajero entre boliches, se entiende. Tres boliches que eran de un mismo dueño, al cual yo no conocía pero que sabía bien quién era: el caudillo más importante, aún innombrable aunque ya desaparecido, de aquel feudo en el cual nací: Avellaneda.
Mis mensajes eran paquetes relativamente pequeños y sé que casi siempre llevé órdenes que no se podían dar por teléfono (en esa época no había celulares), dinero, armas y, sobre todo, drogas. Los paquetes casi siempre me entraban adentro del pantalón a propósito holgado que usaba, en la bolas para ser más exacto. Y así podía usar mi morral de carnada, por si me robaban o me paraba la policía. Pero la verdad yo nunca pensé mucho en los riesgos. De hecho no pensé ni un poco: no pensé. Ganaba bien y me había podido comprar un walkman a casete Sony, el más moderno, y sólo quería calzarme los auriculares, meter Pescado Rabioso al palo y pedalear rápido para sacarme la carga de encima. Tenía el objetivo de un Fender Stratocaster y un Marshall valvular. Nada más, pero nada menos. En aquella época, para un pibe como yo, esa era una meta bastante alta.
Igualmente no eran más de tres o cuatro entregas por noche, y después hacer la guardia en la barra o al lado del disc-jockey. Una sola vez tomé consciencia de que la cosa podía volverse ingobernable. Fue cuando llevé una caja grande, muy grande, imposible de esconder en mis pantalones, atada atrás en el canasto de la bicicleta. Había en la caja, perfectamente cerrada y recerrada con cintas y precintos, algo bastante pesado, algo que estaba suelto y se movía y golpeaba con cada envión o frenada que yo daba en la bici. Era, evidentemente, algo esférico. A veces pienso que lo que llevé ese día fue la cabeza de un desgraciado. Además fue la única vez en que “entregué el fardo” en una casa particular y no en otro de los boliches. La verdad no puedo asegurar que había una cabeza ahí adentro, sólo sé que esa caja tenía un peso raro, un peso diferente, un peso que excedía la masa del objeto: un peso de maldad, un peso de muerte. Pero la mayoría de las veces, repito, fueron paquetes de cocaína o anfetas que envolvían sin problemas frente a mí, los “Invisibles” (así llamaban a los secuaces del caudillo porque casi nunca se mostraban o si se mostraban los demás ignoraban quiénes eran, o sobre todo, y lo que es peor, ignoraban lo peligrosos que eran). Por eso sé de algunas otras drogas también, más pesadas, más específicas, destinadas a cosas peores que la diversión estúpida de los que podían jactarse de su loca juventud.
Otra aclaración que debo hacer es casi en tono de confesión, y hasta me da un poco de vergüenza, pero es verdad: nunca me dio la más mínima pena la gente que consume drogas y termina dando lástima o muerta en los boliches bailables. Me parecieron siempre estúpidos en masa que van a buscar lo que terminaban encontrando. Y puede ser Avellaneda, Palermo o Punta del Este, da lo mismo. Tal vez la vida me hizo demasiado duro muy temprano, o será que siempre entendí la sensibilidad de otra manera. No sé, pero conocí muchos pibes y muchas minas en ese “trabajo”, y vi a tantos darse vuelta o dejarse por varios en un baño o en el reservado del boliche con tal de una dosis más, que el dolor se convirtió paulatinamente en asco, y luego en odio. Casi ninguna persona me dio lástima ni me importó hacer algo por ellas, hasta que me pasó lo que me pasó con la chica del pelo verde y me di cuenta de que estaba equivocado, de que esa insensibilidad era un error enorme, era un prejuicio. Es que nadie sabe en dónde se esconde un ser de luz, una persona valiosa, nadie al menos puede asegurar que en tal o cual lugar no. Eso es imposible, es absurdo. La chica del pelo verde fue una estrella fugaz que vino a caer en ese basural no por propia voluntad, si no porque la vida es insoportablemente injusta y a veces da mucho palo, mucho más palo del que se puede soportar. Y cuando pasa eso surge la verdadera esencia de la gente, se sabe de qué clase es cada uno. Porque están los que lloran, suplican y venden hasta a la madre, o los siguen de pie en silencio, pero también están, lo que como ella, se tiran de cabeza en la cueva del lobo. La chica del pelo verde me hizo entender que a veces hay que mirar a la muerte de cerca, apretarla contra el pecho, regalarle una sonrisa y correr hacia ella como un toro hacia la estocada final. Me lo hizo saber con una pistola calibre cuatro y medio apretada al centro de su pecho.
Era una mañana helada, entonces. Pero no era de mañana por lo temprano, era de mañana porque se había hecho tarde. Estaba preparado para irme cuando el Tata, el más peligroso de los Invisibles, me pidió que esperara, que quería mostrarme algo. El tipo, con la nariz empolvada de blanco, parecía un payaso de la muerte. Estaba durísimo y eso no me gustó. Mala señal, pensé, porque esa era la peor hora: la hora de las tragedias, me iba a decir más delante un amigo. No podía elegir, más vale. Y además yo no estaba en nada raro, no me quedaba con nada y en esa época no consumía ni siquiera alcohol.
─Vení, pendejo, que te voy a mostrar la verdad de la milanesa ─me dijo el Tata, pero no era necesario porque yo ya lo seguía.
Habíamos pasado por una puerta al costado del Underground I, así se llamaba uno boliche (cómo se llamaban los otros dos lo pueden suponer, a estos tipos la imaginación no les fue dada)  y caminamos por un pasillo angosto y eterno. El pasillo terminaba en una oficina que tenía salida por la otra calle, una salida que se había reforzado con paredes de hierro y unas mirillas y unos agujeros que les permitían a los supuestos tiradores disparar con cierta seguridad. Antes de llegar, una mina que de casualidad pasaría los veinte años, en minifalda, venía corriendo y riendo como una trastornada.
─Acá tenés las mejores piernas de Punta del Este ¿no?, decile, pelotuda ─le dijo el Tata y la agarró de los pelos.
─Nunca beses en al boca a estas chupapijas ─dijo mirándome a mí, y le metió dos dedos en la boca a la mina hasta atragantarla. Ella contuvo el vómito y me miró.
─Sí  ─dijo─, me lo dijeron en un yate.
─Lo de chupapijas te habrán dicho, ¿no, puta? ─dijo el Tata y soltó una carcajada de bestia infernal.
La piba se rió y salió corriendo hacia el lado por donde nosotros habíamos entrado.
─Si después querés te la garchás ─me dijo el Tata─, por un saque.
─No ─dije, y agregué una mentira─ tengo novia.
El Tata me miró desconcertado
─Qué, ¿sos pelotudo o sos un Jesucristo? Vos no tenés novia, pero puto no sos. Sos un Jesucristo, eso sos. Vení que te voy a mostrar la crucifixión moderna.
Llegamos al final del pasillo y entramos. A esa oficina le decían el Full-Full y era algo así como el VIP de la perversión. Ahí adentro se reunían los Invisibles. Había seis, pero yo conocía sólo a dos. Nadie dijo nada cuando me vieron entrar detrás del Tata. Percibí que estaba todo bien, conmigo. Y percibí también que estaba todo mal con el tipo que tenían atado a una mesa de trabajo, una mesa con dos morsas de carpintero. No lo tenían atado en realidad, lo tenían asegurado con unos ocho sargentos de hierro y con las muñecas en las morsas. Aparte de destrozarlo a golpes, tanto que la cara estaba redonda, perfectamente esférica, como una pelota de fútbol muy inflada, lo habían usado de cenicero. Literalmente le había apagado decenas de cigarrillos en todos el torso desnudo, los cigarrillos seguían ahí, incrustados, el tipo parecía una macabra escultura surrealista.  Detrás de él, sentada en un rincón, atada a una silla, estaba ella: la chica del pelo verde. Me pareció que no la habían tocado, todavía.
─¿Vos te pensás que vamos a matar a este hijo de puta, Jesucristo? ─me dijo el Tata y alguno que otro sonrió. En un escritorio había tres armas cortas y una cantidad de herramientas de carpintero, alguna manchada levemente de sangre.
─Carpintero ─dijo el Tata, y un tipo enorme, que estaba sentado al lado de la chica del pelo verde, sobándole con los dedos la cara, se paró─, mostrale a este cómo hacés un encastre fino.
Yo supe enseguida que no tenía que cerrar los ojos, que tenía que mirar. Tenía que salir de ahí entero y había empezado a hacer funcionar a mil mi cabeza. Trataba de ver detrás de la pelota de fútbol al tipo, que ahora había empezado a gemir, y trataba de encontrar mi relación él y con todo eso. Pero ¿qué relación?, hacía menos de seis meses que me la pasaba en bici de acá para allá y ni una vez me había agarrado la policía, ni una vez me habían mexicaneado, nada, venía invicto y eso era bastante raro en los tiempos aquellos en un trabajo como ese. Tal vez eso, tal vez el Tata estaba pensando que hacía la mía, o que era buchón y por eso no me había pasado nada. Ya me lo había dicho una vez, me había felicitado, me dijo que yo había duplicado el record de todos losChasquis (así nos llamaba él porque era santiagueño) de la historia de los Undenground. En el momento en que me lo dijo yo no lo tomé a mal, pero bueno, ahora sé que las cosas que te dicen estos tipos se tiene que tomar siempre a mal, aunque suenen buenas, o se toman a mal o no se toman, no existe algo contrario al mal, a menos que eso sea “mal mayor”, nada más.
No había mucha luz pero se veía lo que había que ver más que perfectamente. La chica del pelo verde estaba tranquila, y no parecía drogada. Yo contuve la respiración en la primera envestida del Carpintero. Duró una nada. El Carpintero se retiró de la boca del hombre pelota.
─Se desmayó el hijo de puta ─dijo, mirando al Tata.
─Si me vas a seguir mostrando esta mierda dejame tomar un saque ─dijo, clarito como el agua, la chica del pelo verde.
Tenía la voz serena, bastante más grave de lo que hubiera imaginado. Entera, sin temblequeos, aunque supongo que sabía la que se le venía.
─Mirá la guacha esta, con ese pelo de puta ─dijo el Tata─, dale un poco, pero de la de ella. Y soltala, son seis boludos armados, supongo que es suficiente contención, ¿no? Y vos sentate ─me dijo a mí.
Me tomó del hombro y me empujó hacia abajo. Caí en un sillón verde de una sola plaza que ni siquiera me había dado cuenta de que estaba detrás de mí. Enseguida sentí el fierro en el culo. Inconfundible. Si era de uno de ellos se iban a dar cuenta, si era de cara de pelota tal vez me había sentado arriba de un salvavidas.
No voy a contar detalles de lo que le hicieron. Sólo que lo despertaron y siguieron torturándolo hasta hacerlo desmayar, cinco veces lo mismo, casi una hora de tortura. No lo mataron, no sé cómo, y algo que hiela la sangre es que nunca le preguntaron nada. O sea, que lo hicieron por placer, o por venganza que, supongo, en esta gente son la misma cosa.
No vomité, ni me impresioné demasiado. Estaba tan nervioso pensando en que después podía ser mi turno que de alguna manera el miedo superó todo lo que yo conocía o había experimentado, desde la parálisis hasta las ganas de llorar pasando por las de hacerme encima, como si le hubiera dado la vuelta al cuentakilómetros del miedo. Quiero decir que estaba normal, o mejor dicho: anormalmente normal. Aparentemente igual que siempre pero ido. Mentalmente ahí pero físicamente lejos, no sé bien dónde, tan lejos como lo puede estar el espectador de una película de terror. Sufriendo en la butaca a la vez que come pochoclos.
Cuando terminaron el Tata me miró:
─Ahora viene el Tordo ─me dijo─, este se salva pero hijos no va a tener. A vos te toca esperar acá. Esto te lo vamos apagar aparte. Acá podés llegar lejos, ¿entendés Jesucristo? Una vez que el Tordo llegue te vas. Confiamos en vos, pero en este también confiábamos. ¿Te queda claro?
Dije que sí no me acuerdo cómo, si con la voz o con la cabeza. O si lo dijo el otro por mí, el que ocupaba mi cuerpo. El Tata se acercó al cara de pelota y le dijo al oído pero bien fuerte:
─Ahora nos vamos al terraplén con tu novia, a estás se las coje en las vías, entre los yuyos y las ratas.
La chica del pelo verde iba por la decima raya de cocaína. Decirle raya es una metáfora, parecía la senda peatonal de la Nueve de Julio lo que ella aspiraba cada vez. Pensé en decir: “ella no hizo nada”, pero no lo dije, más vale, apenas podía respirar. Uno de ellos salió primero llevándola del brazo. Y como ella se resistió le pegó un revés con la mano que casi la tira al suelo. Algo se infló en mí, un gas de odio, de indignación y fue entonces que descubrí quién soy, o cómo soy, porque sentí que explotaba, me sentí mierda, basura, inmundicia; si no hacía algo por ella no iba a poder vivir en paz. Fue ese el día en que me di cuenta de que no estoy hecho para evitar los problemas a cualquier precio.
Por fin salieron todos y me dejaron solo con el cara de pelota. Como pude me levanté (ahora sí, como el miedo había bajado algunos decibeles, agarrotado). Vi el arma, negra, de calibre alto, y la agarré. No sabía si estaba cargada, no sabía tampoco si tenía el seguro puesto ni cómo debía usarla.
El cara de pelota gemía y blasfemaba pero parecía inconsciente. Tomé una botella de whisky del piso, le quedaba un cuarto litro más o menos. Le vacié una buena dosis en la boca, al menos en una de las aberturas que más se parecía a una boca. Ahí me di cuenta de que no había sangre en su cara, me pareció extraño. Tomé un trago yo también, fue el primer trago de whisky que tomé en mi vida.
─Sorete ─le dije─, no insultes más a la Virgen. Decime cómo uso esto. Respondé como puedas pero sólo si es un “sí”.
El tipo se quejó. Supuse que aceptaba. Le puse el arma frente a los ojos.
─¿Es tuya? ─el tipo se quejó.
─¿Está cargada? ─el tipo se quejó.
─¿Está con seguro? ─el tipo no dijo nada.
─¿Aprieto acá y listo? ─el tipo se quejó.
─¿Tengo al menos siete tiros? ─el tipo se quejó
─Sos un hijo de puta, ¿sabés? un hombre no mete a su mujer en el medio ─el tipo se quejó.
Salí con el arma en la cintura por si me encontraba con el tordo. En la calle estaba mi bici y supe enseguida a donde de ir: el puente de hierro, ahí era fácil subir, ahí me habían llevado una vez una morochita con cara de mono a la que le mentí que tenía merca y le di de tomar un poco de cal raspada de la pared a cambio de una chupada.
Llegué y vi el auto. Tiré la bici y subí por el terraplén, por el lado difícil, por el lado que seguro no habían subido ellos. Apenas estuve arriba los vi a los seis, sin pantalones pero con todo lo de arriba puesto, hasta el saco. Las armas podían estar en las sobaqueras, pero para sacarlas de ahí hacían falta varios movimientos. Tenía que estar atento. Los tenía de espaldas, cuatro de ellos parados y dos violando a la chica del pelo verde a la que habían atado a los durmientes de la vía. El Tata miraba todo. Ella se quejaba y cada tanto insultaba y arengaba a que la violen más. Les decía de todo. Los trataba de maricones, de eunucos y de muchas cosas más. Ellos se reían. Hasta que el Tata dijo:
─Vamos a reventarla y que se ponga verde como el pelo.
Y lo hice. Sin aviso pero no fríamente, temblando tanto que ni sé cómo fue que lo hice. Disparé al aire primero y luego a uno de ellos. Apunté bajo pero le pegué en la parte de arriba del hombro izquierdo, le arranqué un pedazo de hombro, lo vi, yo vi saltar el pedazo de hombro hasta el cielo. El tipo se fue al suelo y a mí se me durmió la mano.
─¿Qué hacés? ¿Estás loco, pendejo? ─gritó el Tata.
Y me le fui al humo y le puse el arma en el pecho, se la apreté todo lo que pude y le dije que se diera vuelta y se arrodillara. Lo hizo, lentamente, ahí le apreté bien fuerte el cañón contra la nuca.
─Soltá los fierros, que todos suelten los fierros y váyanse a la mierda. Ella no hizo nada ─dije.
Los tipos miraron al Tata, supongo que se la jugaban a que yo no iba a saber dominar el arma y que, nervioso, podía disparar aún sin querer.
─Tiren los fierros y abajo, boca abajo ─gritó el Tata
─Que uno la desate ─dije─, con una mano atrás, que la desate con una sola mano.
La chica del pelo verde se reía como una loca. La desató un gordo y ella le pegó tremenda patada en las bolas. Lo dobló y después le zapateó un malambo en la cara. Y más vale que le pegó unas buenas patadas a cada uno de los que estaban en el piso. La dejé, la esperé.
─Que me dejen la merca, pichón ─me dijo.
Hice que se le dejaran, un montón. Conté los fierros y ella los metió en un bolso azul que habían traído ellos. Bajaron de a uno mientras yo seguía apretando la nuca del Tata con el arma. Bajaron, puteando, el que más puteaba era el que se iba con medio hombro menos. Solté al Tata.
─No me jurés nada ─le dije─, me banco la que sea.
El tata bajó rápido y en silencio.
Me moví rápido. La chica del pelo verde ya se había vestido, en realidad, se bajó la pollera que le habían levantado y listo. Tenía sangre en las piernas.
─Vamos por la vía ─grité─, no nos van a seguir ahora, van a esperar.
─No, no vamos a ningún lado ─me dijo─, vas a venir acá, y me la vas a meter.
No me respondió enseguida, porque estaba aspirando merca como el dibujito del Oso hormiguero aspiraba hormigas.
─¿Estás loca?, deben tener más armas en el auto.
─Vos lo dijiste, no van a subir ahora, van a esperar otro día, ni imaginan que nos quedamos acá.
─Lo dije pero no estoy seguro.
─Vení, tengo un lugar ─me dijo.
Caminamos hasta el otro lado de la vía, y por los durmientes empezamos a cruzar la avenida Mitre. Entre los durmientes hubiéramos caído veinte metros al vacío. Se veía bien abajo y el auto no estaba, mi bicicleta sí. Llegamos al otro lado y bajamos a un hueco entre el cemento del andén y las vías, y nos metimos en algo así como una especie de fosa donde entramos sentados perfectamente. En ese momento se largó a llover con todo
─Acá estamos seguros, ¿cuántos años tenés?
─Voy a cumplir veinte.
─Yo tengo treinta y uno, así que haceme caso a mí.
Y le hice caso. Me pidió que la abrace y la abracé. Me saqué la remera y le limpié la sangre de las piernas. Luego me pidió que me bajara el cierre de la bragueta y me lo bajé. Que le mostrara mi pito, así dijo “pito” y lo hice. Me la chupó, despacio, y yo disfruté. Ella era hermosa y era segura, era más, mucho más que yo. Me hizo acabar en su boca y pese a mi pudor se tragó todo lo que salió de mí.
─Esto no se lo hice nunca a nadie, pichón. Voluntariamente, que te obliguen no significa nada para una mujer. Lo que pasó hoy no significa nada.
─¿Te duele?
─Sí, en todos lados.
─Pero yo te salvé, ¿no? ─dije, no sé con qué intensión.
─De milagro no nos mataste a los dos.
─No entiendo ─dije.
─Vení. ¿Es la 45 de Federico, no?
─No sé, no conozco de armas, pero creo que es la de tu novio.
─Ese imbécil no es nada mío. Pero dejá, ¿Sabés que cometiste un error fatal?
─Sí, meterme en este quilombo.
─Otro error fatal, nunca le aprietes a nadie una 45 contra el cuerpo, se ahoga, se traba la corredera. Mirá. Tomó el arma del piso y se puso el cañón entre los senos. Tenía la camisa puesta y unos senos perfectos se marcaron cuando el arma la apretó.
─Dispará ─me dijo.
─¿Estás loca?
─Dispará, si lo hago yo aflojo y capaz que se me mato. Dispará.
─No.
─Dispará o me pego un tiro ─dijo.
Puse la mano en la empuñadura y el dedo en el gatillo. Ella se apretó más contra el arma. La camisa se le bajó, y era tan hermosa, así, drogada, lastimada, con el arma ahí, dándole al corazón y el pelo verde más claro ahora por la luz de la mañana nublada y gris. Casi me largo a llorar.
No me di cuenta cuando, haciendo caso a su orden, apreté el gatillo. La corredera se trabó y el martillo quedó arriba. No pasó nada.
─La cuatro cinco se traba cuando la ahogás, acordate de eso pichón ─me dijo.
─Sos valiente o estás loca, no lo sé.
─Cuál es la diferencia, pichón ─me dijo, y sonrió. Y tomó más y más droga.
Le pedí un saque pero no me lo dio. Me sacó el arma y me pidió que me fuera.
─¿Sabés lo que más me jode? ─dijo─ Que estos putos me hicieron tomar de la mía. Chau, pichón, y no salves a nadie que no pida socorro.
Se levantó y antes de que pudiera vestirme ya se había ido, para siempre, de mi vida. Para siempre.

Lo demás salió en los diarios. Fue la masacre del boliche. Cerraron los tres Underground y yo seguí mi camino. Muchas veces pensé en ella: en la chica del pelo verde, y siento ahora que podría haber hecho más, que podría haberla corrido cuando me di cuenta de que se había llevado todas las armas y que era claro lo que iba a hacer. Pero la verdad no lo sé, no puedo ni voy a poder saber por qué una mujer tan bella y tan inteligente había sido destinada a vivir en ese mundo. Iluminando sí, pero iluminando qué. No hay luz que puedo iluminar ese mundo. Y ahí entro yo, supongo, pero tampoco me cierra, no valgo ese sacrificio, no puedo valerlo ni llegando a ser la mejor expresión de todas mis posibilidades.
Ella se los cargó a todos, a casi todos en realidad. El único que se salvó ese día fue el Carpintero. Pero yo lo iba a volver a ver, y me iba a enterar de que ese apodo se lo había ganado trabajado para la dictadura de Videla en los campos de concentración. Fue veinte años después, en una reunión de Narcóticos Anónimos, en una iglesia de Flores. Cerca de la mitad de la reunión entró un tipo enorme y se sentó sin decir nada. Le dieron la palabra y se presentó como un recién llegado. En cuanto le oí la voz lo reconocí al instante. El no se dio cuenta, claro, los veinte años me habían trasformado más a mí. Le explicaron todo lo que le explican al recién nacido y le preguntaron si quería hablar. Dijo que sí, que necesitaba soltar algo muy pesado que lo hacía consumir. Y ahí contó lo de la tortura, lo de él como torturador, diciendo una y otra vez la frase “maldita cocaína” Asegurando que la droga lo había llevado a hacer lo que había hecho y que ahora estaba arrepentido de todo. Y fue que pasó algo muy raro, algo que nunca antes ni nunca después, tengo entendido, pasó en una reunión de esa confraternidad: todos los compañeros y compañeras se pararon y se retiraron del salón. En silencio, sin juicio, pero sin piedad. Todos menos yo. El Carpintero esperó que todos salieran, hizo algún que otro gesto de incomprensión. Le pedí que continuara  y terminé de escucharlo.
─Gracias por quedarte, por no juzgarme como los demás ─me dijo.
Me levanté y caminé hasta ponerme a su lado.
─Levantate ─le dije.
El tipo se levantó: me llevaba dos cabezas, era impresionante pero no me dio miedo, ningún miedo. Por el contrario, nunca antes en la vida me había sentido tan poderoso, tan invencible.
─¿No me conocés? ─le dije, y él no contestó pero algo había cambiado en su mirada en su mirada─. Soy yo: Jesucristo, y yo te conozco Carpintero, te conozco bien. Me quedé para darte el consejo de una amiga. Una piba a la que violaste en el terraplén de Crucecita, hace unos veinte años, a la que mataste adentro del boliche y por la que no pagaste ni un año de cárcel. El consejo es este: si te vas a pegar un tiro con una 45, no la aprietes mucho contra la sien porque se ahoga. Le dije esto y salí, dejándolo sólo.
A los seis meses me enteré de que se había ahorcado en un rancho de la villa del bajo Flores.

Un hilo de oro puro
Pablo Ramos

sábado, 22 de marzo de 2014

Esa mierda del amor

Maicol me gustaba. Lo quise. Él siempre buscaba arrancarme eternas carcajadas. Sabía cómo hacerme reír y yo cómo cuidarlo. Juntos nos divertíamos. Pasábamos horas hablando, tomando vino barato en la esquina.

Su vida era complicada, atorada de problemas. Aunque pocas veces hablábamos del tema. Es que los temas jodidos de nuestras vidas, los charlábamos muy de vez en cuando, siempre borrachos y tocándolos por arriba, desde la ironía, con el dolor trancado en la garganta.
Su madre lo había abandonado, era prostituta y cada mil se aparecía, en la casa que él vivía con su abuela, destruida. Él había estado varias veces en la Colonia Berro, en la primera se había fugado. Por lo que contaban, hubo un tiempo que era muy fácil fugarse de la Berro y andar prófugo.
Cuando yo lo conocí, su trabajo era hacer "salideras de banco" junto a otros de mi barrio. Eran un grupo de película. Todos tenían distintas edades en concordancia a sus puestos. En mi cuadra, donde terminaba el callejón, vivía uno de ellos: el Tavo. Marido de la negra Nibia, que era amiga mía. Ellos ocupaban, junto a sus cuatro hijos, una curtiembre abandonada. Los sábados, el Tavo cuidaba a los gurises y nosotras íbamos a bailar. Él siempre me inspiró mucha ternura, me daba la sensación de que ella abusaba un poco de él. Era parecidísimo a Jimi Hendrix y muy callado. Continuamente lo veías de arriba para abajo con sus hijos, los fines de semana no salía. En ese ambiente era una persona singular.
Un día le comenté a una amiga:
-Es más bueno el Tavo, pobre –le dije.
-Así como lo ves -dijo mi amiga- ¿sabés cómo arranca carteras, cómo revuelca viejas? Es el mejor.
No supe qué decir.

Con Maicol era un círculo vicioso. Los días siguientes al golpe, éramos ricos: él se compraba ropa de marca, comíamos pizza, tomábamos cerveza, jugábamos al pool. Nada de vino suelto en la esquina. Pero en poco tiempo, la buena vida desaparecía y él también. A él se lo tragaba la tierra. Yo sabía los posibles lugares donde podía encontrarlo y más de una vez lo fui a buscar. Quería salvarlo de lo insalvable. Era tan triste todo, verlo así. Además, junto con su aparición, volvía la miseria: el vacío, la ropa estropeada, el vino y las pastillas… la realidad.

Hoy está en el Penal de libertad. Estuvo en Comcar pero lo trasladaron. Hace más de seis años que está preso. Esa vez se mandó una grande y la cagó. Estuve por ir a visitarlo pero nunca fui. Tampoco le mandé cartas.

Hace poco hablamos por teléfono. Fui a la casa de una a amiga a la que no veo nunca y justo ella estaba hablando con él. Me lo pasó, así, de sopetón. -Hablá, es el Maicol- dijo, mientras me metía el celular en la oreja.
Hablamos poco. No hubo reproches de su parte. Me pidió mi número y le dije que se lo pasaba por mensaje. Fue una charla corriente, de esas que tiene la gente cuando hace mucho tiempo que no se ve. Hasta que le dije una palabra. Él se reía. Se reía porque esa palabra era nuestra, casi un código. Largaba risas nostálgicas. Y fue como si el tiempo no hubiese pasado. Conservaba la misma risa, ésa que yo tanto amé.

Tengo instantes guardados. Como el recuerdo de aquella vez, que subida a una hamaca, sentí algo especial. Me acuerdo que era invierno. Estábamos borrachos de vino suelto. Él, además, había tomado diazepan. Era de madrugada y nos hamacábamos, uno arriba del otro, en la plaza de la Curva. Volábamos por los aires y nos creíamos felices. Nada parecía importarnos: ni el frío, ni los bolsillos vacíos. Tampoco las vidas de mierda nos importaban. Yo le pasaba el humo del porro mediante besos y nos mirábamos fijo, casi sin parpadear. Sus ojos eran negros, tupidos de pestañas. Sonreíamos. El fondo desenfocado aparecía difuso por detrás de nuestras caras y se movía de un lado para el otro a gran velocidad. Mareaba. Aunque cerrar los ojos significaba un desafío de vértigo y adrenalina. De todas formas, ni mareados queríamos frenar. No hubiésemos querido frenar nunca. Lo sé. Lo decían nuestros rostros, nuestra respiración. Lo decía su paleta partida apretando el labio, mi pelo bailando al viento. Esa mierda del amor lo decía.

La muerte de Chola

Termino de leer un relato de M. Proust, en el cual narra la muerte de su abuela y es inevitable no liar las sensaciones que me produjo, al recuerdo de cómo fue perdiendo la vida, mi tía abuela.

Su partida fue una sucesión de momentos crueles, apenados. Fue despedir a la vida muy de a poco, con dolor, agonía. Todos los domingos que sentía ganas, iba a visitarla al hospital. Aunque muchas veces no sentí y fui igual. Porque las ganas se basaban en cariño pero también moral y lástima. La imagen de la visita sólo por amor, es romántica.

Costaba ir. Ella estaba postrada en una cama, comía casi nada y orinaba a través de una sonda que tenía como destino una bolsita ubicada al costado de la cama. El color de la orina se asemejaba al de la sangre fresca. Tenía la mirada perdida con los ojos hundidos insignificantes en el rostro. La piel parecía caérsele, era seca, ajada y muy pálida. Su pelo era escaso, como de un gris cansado lleno de inviernos. Yo solía acariciarlo de forma suave y tierna. Cada tanto tocaba dulcemente sus manos pero a ella no siempre le gustaba. Lo sé porque en esos casos, de una forma muy brusca, escapaba a sus dedos. Sus brazos se hallaban poblados de moretones y estaban hinchados. Sin duda, lo más sombrío fue cuando dejó de hablar; balbuceaba.

Es cruel lo que voy a decir, pero desde la primera vez en que entré a esa sala, supe que ella ya tenía las maletas de ese cuerpo, prontas.
Hubo veces en las que habló y decía frases graciosas. Me pedía que le trajera el  revólver, que quería comer lechón a las brasas hecho por mi abuelo o me preguntaba por mis amores y puteaba enardecida si le retrucaba. Parecía que la verdadera Chola regresaba a ese cuerpo sin gracia y me creaba ilusión. Por momentos esperanzaba con la idea de que talvez mejoraría. Pero eso era en vano.

La última vez que la vi, fue pavoroso. Pedí que muriera, cuanto antes. Qué desalmado todo. Ese lugar, las personas a su alrededor, su cuerpo, su rostro ido. Intenté hablarle y fue peor, entró en sollozos y llamaba a su madre. De golpe fue como si su expresión se volviera infantil. Parecía una niña. Era una niña, lo supe. La última palabra que escuché de sus labios fue: Zulema. Se llamaba a sí misma. Sus gritos en forma de llanto me dieron escalofríos. Esa vez, volví del hospital con un punzante dolor en el pecho. Es demasiado- me dije, y le deseé la muerte con todas mis fuerzas.

El día anterior a su muerte, me lo pasé encerrada en mi cuarto. Era un día frío de invierno y yo lloraba sin cesar, sin motivos. Además vi una película llamada Confessions y terminé hecha trizas. Todo me afectaba: la banda sonora, lo relenteos tristes, los niños japoneses asesinos/suicidas, las pérdidas, la ausencia, el dolor en los ojos rasgados, la mentira en el amor. Cuando por fin logré dormirme, era de madrugada y recibo una llamada. Era mi abuela, así que atendí. Gladys, Zulema falleció -me dijo. Le contesté que no era Gladys. Soy yo, abuela -le dije. Me pidió disculpas por haberme hecho enterar así y cortó.

Fue uno de los días más lluviosos del invierno, el día en que Chola murió. Igual decidí ir caminando hasta el velatorio. Iba escuchando la canción Last Flowers, una y otra vez. Me torturaba. Iba llorando, empapada. Mis lágrimas se confundían con las gotas de lluvia.
Cuando llegué a ese lugar, era frío, lúgubre. No obstante, se respiraba un aire tragicómico. Mi padre afirmaba que comprar una corona no valía la pena, que era carísimo y mi madre decía que teníamos que gastar todos los tickets de café, medialunas y jugo porque los Martinelli eran unos ladrones de primera línea. A esa altura yo reía. Mi abuela permanecía callada y mi abuelo sin embargo, no dejaba de preocuparse por los trámites de la sucesión. Mi hermana ya se había ido y mi tío lucía ansioso, como deseando que todo terminara de una vez.

Cajón cerrado. No pude ver su rostro. Por suerte, porque los años se habían encargado de destruir al que yo conocía.
Miré el cajón y enseguida recordé esas tardes en las que yo la visitaba. Tomábamos anís o vermú con limón en el copetín y almorzábamos con cerveza. Terminábamos borrachas y yo le pedía prender su enorme equipo de audio que jamás encendía. Después de mucha persuasión, ella cedía y yo ponía el disco de Antonio Molina. Elegía la canción que sabía que a ella le gustaba "Adiós a España" y la ponía a todo volumen para alucinar a lo grande, viéndola cantar. Porque cuando cantaba, se emocionaba, le brillaban los ojos. Podía ver cómo sentía la música bien adentro y yo me deslumbraba con su voz y su mirada. (Siempre me contaba lo mismo, que a ella la habían invitado para cantar en el coro de una iglesia, porque cantaba muy bien; cosa que era cierta). Cuando la canción terminaba, yo volvía a darle play. Así, hasta que ella decía enojada -dejá que corra, el aparato se va a romper sino- y al rato se quedaba dormida en el sillón.

Recordé eso y lloré. Lloré pensando en que nunca más iba a ver sus ojos brillar ni a escuchar su voz, cantando esa canción. Ni ninguna otra.

jueves, 20 de marzo de 2014

Sms navideños

A: Revolvemos basura en búsqueda de caricias.

B: Alquien puso algo en mi trago. M. Buscaglia logra deprimirme con la tercera Zillertal. Cheto de mierda.

A: Me seco las lágrimas, trago y pedaleo fuerte para que el viento me golpeé la cara, saberme viva. 18 es mío. Allá voy abuelo, a ahogar nuestras penas de navidad.

B: Mi madre cuenta historias viejas de iglesias y picos sicóticos. Se ríe. Tomó la medicación y un vaso de Martini. El perro se ríe en etapas. Se llama Rambo y le dicen José Luis. Juran que hace el muertito pero yo sé que no. Agur

B: Y aparte, te banco.

A: Triste es saber que esta carcajada que me arrancaste de la boca, pueda ser la más sincera de mi noche. Dulce es que me banques. Mierda es el amor. Agur

martes, 18 de marzo de 2014

De la vez que me desearon la muerte

Me pregunto por qué podés hundirme un cuchillo y cómo al sacarlo, que tu mano esté pronta para frenar mi sangre. Es que yo lo inventé un día y quise regalártelo. Para vos no es cuchillo, no es nada. Sólo yo veo sangre transparente correr por tu mano. Sólo yo me dejo doler en lo que no es.

La muerte sí es, sí va estar. Me espera ansiosa. No la llames. LLamarla es en vano. Ella va a venir, certera. Va a abrazarme una noche, desprevenida. Y sólo esa vez, vas a ver el cuchillo y tu mano ensangrentada. No vas a entender. De pavura vas a correr por el patio mientras las hojas de los árboles caigan estruendosas como piedras. Y cuando tu mirada busque el cielo, éste de un suspiro, se teñirá de bordó.

Mi voz dejará de oírse, la olvidarán. Los que me vean, van a advertir la saliva purpúrea chorrearme los labios. Van a temer. Querrán apresurarse a existir cuando descubran mi cuerpo rodeado de moscas, cuando huelan mi sangre consumida.

Será como una de esas noches, esas madrugadas en las que volvés anestesiado y sin embargo algo en tu cuerpo relincha. Caminás mirando el piso. Los ojos te pesan. Tanteás las paredes grises, pateás basura en la vereda. Los sonidos se apagan en un latir vacío. La calle enmudecida te acompaña y fantaseás con llorar. Sentís un hueco, hondo. Y eso es lo que quisieras no tener, un pedazo de nada en el medio del pecho.

Agujas cosen, atan nudos en mis ideas. Estrangulan lo que soy. Me inquieta discurrir en mis palabras. ¿Dónde van a vivir? Si ya no en papel, si ya no en mis labios. ¿Dónde? ¿Ni siquiera en mi intangible pensamiento? ¿Dónde entonces? Me invade el terror.


Ese día, el de mi muerte, niños van a correr. A dar vueltas alrededor del cajón, felices. Rostros serán alegres desde entonces. Personas cantarán, silbarán plácidas. Y no faltarán los que lloren, los que arranquen flores pensándome. Esos que me hablen sin que les escuche. Serán pocos, lo sé. Pero sí que me sabrá dulce la muerte, cuando alguien maldiga la vida sin mí.

sábado, 15 de marzo de 2014

El muro

Pienso en la adolescencia. Me hace sentir viva. O al revés, y me siento un poco muerta. Es que hablo de las esquinas, los amigos, las primeras borracheras. Hablo de esos besos interminables apoyados en un muro.

Cuando digo esquina, me refiero a un murito en particular. La calle en que yo vivía, era un callejón y no había muchos muros para parar. Sí algunas veredas pero no podías quedarte en cualquiera, había vecinos que eran muy chusmas u ortivas y nunca faltaba el que saliera con un fierro a echarte o el que te amenazara con llamar a la policía.

Ese murito de la esquina, era perfecto, era estratégico. El triunfo de una larga búsqueda. Un lugar oscuro, los vecinos no molestaban y el muro tenía la altura adecuada para cómodo sentarse. Además, había un árbol de flores rojas que cuando me ponía nerviosa, masticaba los pétalos y me tranquilizaba.

Era el frente de la casa de Iliana, una mina de mi edad a la que nunca pude sacarle la ficha. De niñas supimos jugar juntas alguna que otra vez pero para mí, siempre fue rara. Tenía ocho años y su madre le teñía el pelo de rubio, desconcertaba. Encima, lo negaban como si la gente fuese tonta. Ella y su madre tenían la piel extrañísima, como manchada. Nunca entendí bien. Se comentaba que su padre era gay, que la madre durante su matrimonio, los había encontrado a él y a su amante en pleno acto sexual, y que de ahí en más, había quedado mal de la cabeza. Era un rumor maldito de barrio. Ella lo único que comentaba de su padre, era que vivía en EE.UU y que le mandaba ropa carísima. Me daba pena porque la madre no le permitía hacer muchas cosas al aire libre como al resto de nosotros. Se la pasaba encerrada en esa casa haciendo quién sabe qué.

En fin, lo importante de todo esto, es que a ellas no les molestaba que pasáramos toda la noche en el muro de su casa porque tenían otra puerta que daba a la calle paralela, y era ésa la que usaban.

Ese muro, era mi muro. Sí veía a alguien sentado ahí que no fuera de mi grupo, lo miraba recelosa marcando terreno. Estaba claro, yo me lo había ganado, era una conquista. Los de una generación más grande tenían otro y los que iban creciendo, sabían que ése estaba ocupado, que algún día lo heredarían.

Ahí me juntaba con amigos a tomar vino y a hablar de la vida. Llevé a todos mis amantes. Fijé citas. Di besos endémicos. Engañé novios. Tuve sexo. Grité. Reí a carcajadas. Ahí lloré sola, lloré acompañada. Escribí. Leí y rompí cartas, rompí fotos. Tomé floripón, vomité borracha, fumé mis primeros porros mientras alucinaba con el olor a muerto, proveniente de la casa de la vecina de enfrente, que invadía al menos media cuadra. Allí vivía una veterana tupamara con trece perros y con no sé cuántos gatos. Sabía su inclinación política porque un día sacó a la calle cajas y cajas de libros y yo no entendía. Me los robé todos. Los llevé a mi casa en varías vueltas y le pregunté a mi padre por qué ella podría haberse desecho de ellos y ahí me enteré de la dictadura. Él me confesó que de joven había tenido que enterrar sus libros en el fondo de su casa. Libros peligrosos, pensé. Recuerdo haber leído partes de algunos pero tiempo después, los busqué y no estaban. Desaparecieron de mi casa. No sé qué pasó con ellos, si mi madre los tiró o qué.

En ese muro me maltrataron: me vaciaron una botella de vino encima mientras me decían puta, me dieron cachetazos, me cincharon del pelo, me escupieron. Me amenazaron de muerte. Y alguna vez, sentada ahí, hasta morí un poco. En ese lugar casi asisto al suicidio de alguien que quería mucho. Vi peleas ajenas, vi parejas pulverizarse. Presencié mis propias destrucciones. En ese muro inicié relaciones y también las terminé. Me lastimaron, herí. Escuché cosas horribles, dije cosas de las que me arrepiento.

Tengo ganas de volver.
En estos días lo voy a hacer.
Necesito sentarme en ese muro otra vez.

miércoles, 5 de marzo de 2014

Un Miguelete en los ojos

Un día
mirándome 
al espejo
encontré mis ojos
vi un mar
acaudalado
corriendo
por mis iris.
Me acerqué
buscando más
sospeché
un océano
el pacífico
y fue en vano
allí nada corría
sólo había
agua estancada
peces muertos
bolsas plásticas
amarronadas
un Miguelete
en la mirada.